sábado, 12 de septiembre de 2020

Se acabo el menu del dia

Mantel de tela o papel, los nombres de los platos escritos a mano en una pizarra, menú del día. Apología de la cocina sentimental, que nos trae recuerdos de la infancia. Primero y segundo, a elegir. Pan, vino y postre. La fórmula gastronómica de España no atraviesa sus mejores días.

La pandemia ha herido seriamente al restaurante de toda la vida, el que sobrevive gracias al comensal del mediodía. El restaurante de menú del día era y es un formidable igualador de curritos, un lugar donde se juntan trabajadores de cuellos blanco y azul, donde se cimentaba la conciencia de clase más profundamente que en las tertulias políticas televisivas. Ahora, una parte de sus parroquianos, la de los oficinistas, teletrabaja, cuando no tiene media jornada o algún otro arreglo laboral de excepción. Los albañiles no pueden trabajar desde casa, pero apenas llenan el agujero que la deserción de aquellos ha dejado en las cuentas de los hosteleros. Los turistas, además, han desaparecido. De hecho, la especie del trabajador ha sufrido bajas severas: cada vez hay menos. El menú del día está en peligro.

No todo es culpa de la pandemia. Ferrán Adrià profetizó durante la anterior crisis que el menú del día estaba en vías de extinción. Presagió la consolidación de una cultura de las tapas, más informal, y de almuerzos frugales en bistrós. En su radiografía de futuro quizá contemplaba un mundo de trabajadores creativos salidos de espacios de co-working, oficinistas austeros y profesionales ambiciosos insertos en cadenas globales de valor, que comisquearían unas tapas en espacios cool. Tan horrorosa distopía no se materializó. O aún no.

Pero las tendencias, el cambio en los estilos de vida y otras amenazas siguen estando ahí. Los altos alquileres de los locales en el centro hacen que el menú del día deba funcionar como una maquinaria de relojería en la que costes, turnos y despensa funcionen al milímetro. Mesones y casas de comidas son relegados por recintos cuquis con palets, mesas sin mantel, muros verde pastel y bicicletas colgadas en las paredes. Pero es que la turistificación del centro ha erradicado además a los trabajadores, e incluso a los vecinos, y el turista tiene sus propias pautas de alimentación, ajenas a la dinámica autóctona del menú del día. Aberrantes paellas precocinadas y pizzas acartonadas ocupan su lugar.


Si el turismo fue un acelerador de los tres platos con precio fijo, el propio turismo puede precipitar también su fin. Porque el menú del día en su formato actual nace ligado a la norma que el Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga adoptó en julio de 1964, cuando se estableció que todo “establecimiento, cualquiera que sea su categoría, de los que facilitan al público comidas y bebidas deberá confeccionar un ‘menú turístico’ (…) que se compondrá como mínimo de Entremeses, o sopa, o crema. Un plato con guarnición, que el cliente elegirá de un repertorio compuesto, cuando menos, por tres variedades, a base de huevos, pescado o carne, respectivamente. Un postre a base de fruta, dulce o queso. Se incluirá también un cuarto de litro de vino del país, o sangría, o cerveza u otra bebida y pan”.

Aunque ya existía desde el siglo XIX, en la forma de comidas a un precio económico estipulado en las fondas, el menú del día tuvo pues más de decisión política que otra cosa.

Entre los cambios que precipitó esa decisión está la fisonomía de nuestras ciudades. Las listas de precios debían exhibirse en el exterior, “ya fuera en escaparates, vitrinas o caballetes en la calle”. También se consolidaron los platos con fuerte arraigo regional, como la tortilla o pescado frito, altamente recomendados por las autoridades. Platos como la paella valenciana, apenas servida fuera de Valencia, que se afianzó como plato nacional desplazando al cocido, auténtico plato hedonista hasta la lujuria, en sus distintas variedades y recetas, en el imaginario culinario español. El turismo contribuyó a degradar la gastronomía española hasta convertirla en un repertorio folclórico. Cundieron el gazpacho, la tortilla y la paella con sangría en su peor versión. Eran los años en que Fraga hizo circular en el mundo el eslogan de “Spain is different!”. La globalización está borrando hoy esa diferencia.

La España covídica ha acorralado al menú del día. El teletrabajo ha vaciado las casas de comidas. Ya antes las pausas para comer se habían acortado. La cultura laboral está cambiando, y los lapsos de dos horas para comer tienen menos sentido en busca de la conciliación (aunque lo cierto es que cada vez echamos más horas en el curro). El comercio tradicional, que cierra a mediodía, está desapareciendo, y los oficinistas tiran hoy de tartera, que calientan en el microondas de deprimentes cocinas bajo una luz fluorescente. Y cada vez hay menos gente con empleos a tiempo completo: abundan la temporalidad y los mini jobs.

La casa de comidas agoniza. Detrás de cada nueva apertura suele haber un fondo de capital y no un chef. Por cada ‘Casa Paco’ que cierra, se abre un kebab, una hamburguesería trillada o una franquicia. Un sitio de pokes o un bar de ramen. Muchos sustituirán al camarero de toda la vida por un rider mal pagado: el ganapán de antaño. El sitio de tapas no se sentirá tentado de mantener la tradición del menú del día. A los chefs y cocineros de hoy –y a sus clientes–, les apetece más la vanguardia.

Puede que las penurias futuras rescaten el menú del día, saciante y sencillo. Los platos de cuchara, la proteína con guarnición. La evocación familiar, las raciones de abuela frente a la dosis minimalista. La guerra al plato cuadrado. La hoja fotocopiada o a boli, la estética de batalla. La cuadrilla de albañiles y el tinto con casera. Comamos, como recomendó el escritor y gastrónomo, porque “después de nosotros, ya casi nadie va a comer en el mundo”. Y si es de menú, mejor.

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